Tamara Henríquez Gutiérrez
Profesora
de Lenguaje y Filosofía, Licenciada en Educación Universidad San Sebastián, Chile

Actualmente
no se vislumbra una identidad propia en Latinoamérica, pero es
ineluctible
que nuestras naciones americanas sí la poseían. En consiguiente, me serviré del
término “naciones americanas” como sinónimo de lo que se denomina “pueblos
originarios”, pues este último término me parece despectivo y tomado desde la
perspectiva occidental del conquistador.
Ya desde los períodos del
descubrimiento y posterior conquista española, no ha dejado el hombre americano
de mirar al conquistador como símbolo de superioridad y desarrollo, pero ¿Qué
produjo este cambio y en qué momento las naciones americanas dejaron de mirarse
a sí mismas y pasaron a mirar y admirar al conquistador?
Es imposible desconocer el progreso
que cada nación americana alcanzó previa llegada de los españoles. Si bien, muchos
autores señalan lo contrario, se debe a que la idea de progreso la relacionan
con avances tecnológicos, entonces de ahí deriva la vapuleada tesis: “los indios eran atrasados y bárbaros”. No
es difícil observar lo peyorativo de dicha propuesta, Pero cabe preguntarse:
¿en comparación con quién eran atrasados o “bárbaros”?. La respuesta aparece
sin mucho esfuerzo: “en comparación con los conquistadores”, pues ellos
impusieron el canon de lo que debía ser, no obstante, hay que reconocer que
cada una de estas naciones, logró sus propias innovaciones y progresos, las
cuales diferían en absoluto de los conceptos occidentales europeos o
colonizadores.
Sostengo que las naciones de
América alcanzaron sus propios progresos, los que en absoluto coincidían con los
cánones colonizadores, con ello encontramos un hecho latente en la pérdida de
identidad que hasta ese momento albergaban estas naciones. El conquistador
desde su llegada, impuso su lengua, conceptos y fijó en estas nuevas tierras
sus estándares universales, prolongó su dominio en todas las esferas
imaginables, entre otras cosas, persuaden y logran convencer al hombre
americano de su inferioridad, de una ignorancia y “barbarie” que sólo es
comprensible para el occidental. Hay que
tener en cuenta, que la sociedad española era en aquella época profundamente
jerarquizada, estratificada y represiva y que, quienes venían a este nuevo
continente, en su mayoría, formaban parte de los estratos más bajos y sufridos.
América, por tanto, representaba la liberación de sus desmedradas condiciones y
les permitirá convertirse en los señores y amos que nunca habrían podido ser en
su patria natal, para ello, siguen las costumbres que siempre habían conocido y
las imponen en los territorios que van descubriendo.
Lo anterior manifiesta una
asimetría de poder, la cual se traduce en términos de
superioridad/inferioridad. Como señala Jorge Larraín:
“En último término nadie reconoció en esa época el derecho de los indios
a mantener sus propias normas morales. Los españoles no reconocieron a los
indios como sujetos iguales con derecho a ser diferentes. En el mejor de los
casos, los indios fueron considerados como seres humanos y no como medio
animales […] América Latina tenía que ser civilizada y sus rasgos
culturales atrasados y bárbaros erradicados”
(1994).
América constituye la
oportunidad para el conquistador de lograr dominar “desde arriba” a una clase “inferior”
que no es considerada como ser humano. Esta actitud descansa sobre la base del
egocentrismo, pero es también uno de los rasgos que generan una pérdida de
identidad en las naciones americanas, pues introduce en el hombre nacional
americano un sentimiento de vergüenza y rechazo a lo que hasta ese momento
funcionaba como su paradigma, a lo medular de su identidad, luego, estos
sujetos centran la mirada en el colonizador como un “otro” superior, diferente,
admirado y digno de ser imitado, luego con la adquisición de la nueva lengua,
es decir, el castellano; también su pensamiento intentará occidentalizarse.
Con la llegada de los españoles,
la población de América fue diezmada, además ganó terreno la aparición del mestizaje,
este hecho conduce a otro rasgo importante en la pérdida de identidad propia, pues
el mestizo; hijo de español y la mujer americana violada, viene a conformar el
grueso de la población latinoamericana. El problema que subyace es que el
mestizo queda expuesto a condiciones vulnerables, por un lado no crece bajo el
amparo de una familia normal y, por otro, pasa a ser discriminado tanto por españoles
como por americanos. Sonia Montecinos escribe:
“Las
mujeres indígenas engendraron vástagos mestizos. Híbridos que, en ese momento
fundacional, fueron aborrecidos. Se habla del mestizo como el “cholo”, el
origen de esta palabra remite al quiltro, al cruce de perro fino con uno
corriente, es decir, un perro sin raza definida. El mestizo era hasta ese
entonces impensable para las categorías precolombinas, pero también para las
europeas” (1996).
Este origen del mestizo es
trasladado a la propia identidad cultural latinoamericana, pues representa al
“huacho”, mira a su progenitor e intenta ser como él, pero su padre lo rechaza
por ser diferente, por ser un “no español”. Luego, acude a su madre; a la mujer
americana, quien también le rechaza, pues es fruto del ultraje y la violencia
ejercida por el conquistador. (Excluyo en esto a las naciones ubicadas de
Buenos Aires al Sur, en lo que hoy es Argentina; y de Santiago al Sur, en lo
que hoy es Chile, pues con la nación mapuche no se produce de este modo el
mestizaje).
Es el mestizo ni lo uno, ni lo otro, esto es
lo que genera un conflicto traumático de identidad, y como señala el sociólogo
Felipe Portales: “Dicho conflicto de
identidad contribuye significativamente a desarrollar un complejo de
inferioridad que nos lleva a compararnos siempre con los demás, a estar
excesivamente siempre pendientes de la opinión ajena sobre nosotros” (2004).
El rechazo que recibe el
mestizo, provoca que el mestizaje no se quiera asumir, y esto contribuye a una
visión disociada de la propia historia, Larraín (1994) añade: "No somos indios, ni españoles, ni nada.
Estamos en disolución, bordeando la extinción, sin lugar para un proyecto
propio".
Finalmente, en la medida que no tengamos identidad, no
tendremos sustentos ni certezas, estaremos en un continuo desencuentro, en
medio de la nada, como dice Bengoa (1992): “Somos
una sociedad cargada de traumáticos desencuentros con sus orígenes, negadora de
sus ancestros, aniquiladora de su mestizaje”.
Desde hace mucho que
Latinoamérica perdió su identidad, dejó de mirarse a sí misma y ha intentado
ser como Occidente, han despreciado la cultura de sus naciones ancestrales, de
los primeros habitantes americanos, y ahora sufren las consecuencias de una
identidad desintegrada, precaria y desestructurada, recibimos y, por cierto,
seguiremos recibiendo el rechazo de nuestro padre Occidental, pues nos seguirán
viendo como un “otro”, el problema de nuestra identidad, radica en no aceptar
que somos americanos y seguir intentando ser aquello que no somos, ni seremos.
Por ello, como diría Portales (2004) “se
debiera más bien intentar arreglar cuentas con el pasado, pues renegar de un
racismo intolerante que, tanto en sus signos negativos como positivos, lo único
que logra es la esterilidad”.